El sentido de la penitencia
Desde que el Marqués de Sade describió algunas delirantes escenas sadomasoquistas ambientadas en lóbregos monasterios, son muchas las ocasiones en que las prácticas sadomasoquistas han estado inspiradas en una cierta ambientación religiosa. Ayuda a ello no sólo la indumentaria (¡cuán efectiva no puede resultar que un Ama dirija una escena vestida de madre superiora!), sino también ciertas prácticas mortificantes que han formado parte de la historia misma de la religión cristiana y que a lo largo de los siglos han servido para que muchos penitentes tengan la sensación de haberse acercado, un poco más, a Dios. En este post vamos a ver cómo dos de las prácticas que habitualmente suelen utilizarse en las prácticas sadomasoquistas (flagelación y cilicio) están íntimamente ligada a la historia del cristianismo.
Penitencia y cilicio
Según la teoría cristiana, la penitencia corporal tiene una finalidad y es la de acercar al creyente a los sufrimientos que Jesucristo experimentó en el Calvario. Los grados de penitencia corporal que recogen las enseñanzas catequéticas son muchos y van desde al ayuno a la peregrinación pasando por dormir en el suelo, darse una ducha helada, cargar con alguna imagen durante una procesión de Semana Santa o por la ejecución de ciertas prácticas en las que el penitente se auto-inflige algún tipo de castigo físico. Entre estas últimas sobresalen el uso de flagelos y de cilicios.
Se dice que tradicionalmente el cilicio era una camisa o túnica hecha de una tela áspera hecha de pelo de cabra de Cilicia (de ahí su nombre). Cilicia era una provincia romana ubicada en el sureste del Asia Menor, en una zona que hoy correspondería a la península de Anatolia. Ahí se criaban las cabras de la que se obtenía la basta tela que servía para crear camisas que, al igual que las de arpillera o de pelo de camello, servía para realizar penitencia corporal.
La tradición dice que hay que responsabilizar a Santa Catalina de Siena de la creación del cilicio como instrumento de penitencia consistente en una cadena metálica o un collar, también de metal, con puntas. A Santa Catalina de Siena parece que hay que responsabilizar también de la difusión del uso del cilicio como disciplina de mortificación religiosa corporal que, además de buscar el acercamiento a Dios, servía para dominar la sensualidad y sus arrebatos.
Según la tradición católica, nada mejor para un monje en celo o una monja mortificada por el deseo carnal que deseen vencer su deseo sexual que servirse de prácticas de mortificación religiosa y penitencia corporal. Éstas, combinadas con la oración sincera y constante, debían servir al penitente para vencer sus tentaciones y purificar su espíritu. En ese sentido y con dicha finalidad, pocos instrumentos resultaban tan útiles como el cilicio. El cilicio podía llevarse puesto durante muchas horas. Para momentos extremos, en los que el penitente necesitara echar mano de un plus de castigo corporal, se podía utilizar el flagelo. Utilizado en la intimidad de la celda, y combinado con lo que el catecismo llama “mortificación interior”, el flagelo serviría para realizar dicha purificación.
El movimiento de los flagelantes
En algunas ocasiones, sin embargo, la flagelación fue empleada como un recurso en manos de los abades para castigar alguna falta cometida por algún monje. De la misma manera que fue un abad, el benedictino Pedro Damián, que vivió en el primer siglo del segundo milenio, quien se encargó de difundir las bondades de la flagelación como recurso que debía servir para mantener a raya al diablo y a sus tentaciones.
La flagelación como método de mortificación cristiana vivió su punto álgido a partir de 1260. Fue en dicha fecha cuando en Perugia, ciudad ubicada en el centro de Italia, cerca del río Tíber, nace el movimiento de los flagelantes de la mano del ermitaño Raniero Fasani. La propuesta de este movimiento era revolucionaria y, en gran medida, herética. Después de todo, los flagelantes proponían que bastaban los esfuerzos individuales de cada cual para alcanzar la salvación y que la Iglesia Católica, en ese sentido, no tenía nada que aportar. Para ser absueltos de los pecados, proponían los flagelantes, bastaba con acudir a algunas de sus procesiones de penitentes.
Hay que inscribir el nacimiento de este movimiento de flagelantes en su momento histórico para entender su éxito. Europa vivía continuas hambrunas y epidemias, y el poder religioso aprovechaba las circunstancias para lanzar un mensaje según el cual eran los propios hombres, debido a la relajación y corrupción de sus costumbres, los responsables de esos castigos.
El movimiento de los flagelantes estaba formado por grupos que, dirigidos por sacerdotes humildes, marchaban de ciudad en ciudad con velas y estandartes y que realizaban extenuantes sesiones de autoflagelación ante las puertas de las iglesias y otros lugares religiosos.
Cuando perdió fuerza en Italia, el movimiento de los flagelantes hizo fortuna en Alemania, donde empezó a ser visto como un movimiento peligroso, puesto que ponía en duda la utilidad de la Iglesia. La llegada de una terrible epidemia de peste negra en 1347 (la más terrible hasta entonces) hizo que muchas personas, que baja extracción social, se sumaran al movimiento de los flagelantes. En 1349, el papa Clemente VI publicó una bula por la que los flagelantes eran declarados herejes.
Esto no impidió que las procesiones de flagelantes siguieran desarrollándose en diversos puntos de Europa. En España también existieron. Don Quijote, sin ir más lejos, se encontró con una de ellas en uno de sus desvaríos y el dominico valenciano San Vicente Ferrer (1350-1419), gran defensor de la penitencia corporal, arrastraba tras de sí toda una corte de flagelantes. Ignacio de Loyola fue otro de los autores que invitaba a los jesuitas a realizar ejercicios de penitencia corporal basados en la autoflagelación.
Enrique III de Francia, El Flagelante
La autoflagelación conquistó también corazones que sólo bombeaban sangre azul. La Fraternidad de la Muerte, sin ir más lejos, fue creada por el monarca francés Enrique III “El Flagelante”. Esta Fraternidad de tan animado nombre poseía un ritual que daba sentido a la misma. Dicho ritual consistía en reunirse, los viernes por la noche, con sus favoritos y con un número indeterminado de bellos muchachos, realizar ejercicios de autoflagelación. No hace falta decir que en este ritual se observan connotaciones que tienen poco que ver con la religiosidad y mucho con un disfrute hedonista del dolor. No en vano, no faltan autores que dicen que estas flagelaciones de Enrique III de Francia y de sus favoritos eran la puerta de entrada a unas orgías llenas de lujuria y desenfreno.
Las imágenes que podemos elucubrar sobre las francachelas de este monarca (de quien hay quien dice que era homosexual y quien, metrosexual) podrían servir, sin duda, para guionar una intensa escena de sadomasoquismo de inspiración gay.
En cualquier caso, los puntos de conexión entre ciertas prácticas sadomasoquistas y la mortificación religiosa son bastante abundantes. Que las comunidades BDSM y las personas o comunidades religiosas que usen la mortificación o la disciplina física como camino de perfección espiritual se consideren absolutamente ajenas las unas a las otras no nos impide afirmar que, en cierto modo, el penitente experimenta un cierto placer semejante al que experimenta el sumiso sadomaso y éste, a su vez, se siente en cierto modo partícipe de una experiencia casi religiosa cuando introduce en sus juegos la flagelación o el uso de cilicios. Por eso las tiendas especializadas en la venta de productos para la práctica del BDSM introducen al cilicio entre su catálogo de productos.