El fuego se apaga

Sucede. Es casi inevitable y siempre es cuestión de tiempo. Que ese tiempo sea mayor o menor depende en exclusiva de factores que no vienen al caso. La cuestión es que lo que parecía fuego inapagable empieza a perder fuerza y sus llamas se van volviendo perezosas, desfallecidas, titubeantes, agónicas. En su desgana se empieza a intuir la cercanía de esas brasas que son a la vez recuerdo de la llama que dejó en el aire su lamido de fuego y preludio de la ceniza que al final quedará como huella de paso de lo que en su día fue ardor y combustión. Pasa en todos los fuegos y pasa también en todas las relaciones sentimentales o eróticas que como fuego empezaron y que al fuego mismo se pueden comparar.

Cuando hablamos de esas relaciones no hablamos, claro, de las relaciones de interés. No hablamos de los matrimonios pactados entre monarquías ni de la unión de dos patrimonios empresariales o financieros heredados ambos de los rentables esfuerzos de estirpes de tiburones de colmillos tan fieramente afilados como socialmente prestigiosos. Cuando hablamos de relaciones comparables al fuego hablamos, claro, del amor corriente y moliente, del tuyo y del mío, de toda esa multitud de personas que crecieron idiotizados de romanticismo y que siempre creyeron que al enamorarse estaban inventando el amor, ese misterio, y que éste sería eterno como eterno sería el deseo que sentían por esa persona que les había empezado a enmarañar el sueño no sabían muy bien cómo ni de qué manera.

Pero el deseo, precisamente el deseo, es lo que, dentro de los elementos que intervienen en la relación de pareja y determinan su éxito, es lo que más se parece al fuego. Y, como todo el mundo sabe, sólo hay un modo de evitar que un fuego se apague: echar más leña al mismo, alimentarlo con el combustible oportuno, buscar ramitas o troncos o carbón y hojarasca y arrojarlos a él para que se mantenga vivo y no empiece a bostezar de cansancio o de hastío.

Fetichismo lúdico

Al deseo, al igual que al fuego, hay que añadirle combustibles que nutran su lumbre. En ocasiones sirve a tal fin un juguete erótico. Estaría bien saber con exactitud cuántas parejas han recuperado parte de la fogosidad de los inicios de su relación gracias a la introducción en sus prácticas sexuales de un dildo, un vibrador, un anillo para el pene o un estimulador para el clítoris. Quizás instrumentos tan sencillos y tan baratos como un plug anal o un estimulador de pezones han hecho más por la unión de la pareja y su revitalización que un viaje al Caribe o un bolso de Louis Vuitton.

Hay un factor que, introducido en la relación de pareja, puede enriquecer dicha relación y alimentar ese fuego que puede comenzar a adormecerse. Ese factor es el fetichismo. El fetiche, siempre que no monopolice la existencia o no de excitación, siempre que no se convierta en un caso extremo de parafilia, puede ser un buen aderezo para la vida sexual de la pareja.

Para introducir un fetiche en la relación de pareja es primordial la existencia de una buena comunicación entre los miembros de la misma. Existiendo esa comunicación, e introduciendo el fetiche como un juego, el factor lúdico puede enriquecer la relación y avivar ese fuego que haya podido empezar a perder fuerza. En esta introducción gradual y lúdica del fetiche en la relación de pareja hay que evitar sobre todo dos cosas:

  1. Que el fetiche adquiera características de exclusividad. Es decir: que el fetiche no acabe siendo para el miembro de la pareja que lo introduce en la relación el único camino para conseguir la excitación.
  2. Que el fetiche conlleve algún tipo de violencia física o verbal.

Aceptando esos límites y alcanzando un acuerdo sobre el modo de introducir el fetiche en la relación de pareja, éste se convertirá en un buen combustible para conseguir que las llamas de ese fuego que siempre se ha asociado al deseo sigan lamiendo el aire durante un tiempo más.